En
la plaza, los toros hay que verlos lo más cerca que se pueda. Cuando se acerca
a la barrera el suelo tiembla y tiembla la grada, demostrando ya su bravura. El
toro recorre la arena, corretea de tendido a tendido, hasta el primer pase.
¡Olé! es el grito unánime del respetable público.
En
el burladero, el mayoral muestra su orgullo de ganadero. Los toreros, sus
cuadrillas, los apoderados, observan al toro con respeto. El toro bravo es una
raza especial. Es un animal salvaje que se cría para la lidia.
Como
escribió Hemingway, en su libro titulado como el título de este artículo, “el
torero que es capaz de ejecutar con el toro hazañas extraordinarias, puede
llevar al espectador a un intenso grado de emoción”. Ernest Hemingway cuenta en
ese libro sus impresiones y su fascinación por la fiesta de los toros, desde la
admiración y el respeto, durante sus diversos viajes a España a principios del
siglo pasado. No es el único escritor que lo hizo, ni será el último. Las
corridas de toros despiertan pasiones, representadas muchas veces en la pintura
(Goya), la escultura (Nacho Martín), la poesía (Alberti), la literatura (Vargas
Llosa), …
“El
toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, Creo que los toros
es la fiesta más culta que hay en el mundo”. Así se expresó el poeta español
Federico García Lorca. Muy aficionado a los toros contaba sin complejos su
admiración por la fiesta, por el toro y los toreros.
Para
otros su admiración fue tanta que no paró hasta vestirse con el traje de luces
y participar en el paseíllo por la plaza de toros antes de la corrida. Es el
caso de Rafael Alberti. Lo consiguió el 14 de julio de 1927: se vistió de luces
e hizo el paseíllo con la cuadrilla de Sánchez Mejías en la plaza de
Pontevedra. Fue a Sánchez Mejías a quien Federico García Lorca le dedicó un
doliente poema cuando le mató un toro: “A las cinco de la tarde/Eran las cinco
en punto de la tarde/Un niño trajo la blanca sábana/a las cinco de la tarde./ …
“. Antes le escribió “No hubo príncipe en Sevilla/que comparársela pueda,/ni
espada como su espada,/ni corazón tan de verás./Qué gran torero en la
plaza,/qué gran serrano en la sierra,/qué blando con las espigas,/qué duro con
las espuelas,/qué tierno con el rocío, qué deslumbrante en la feria,/qué
tremendo con las últimas/banderillas de tinieblas”.
Para
algunos, su fascinación fue tanta por las corridas de toros que “hubiera
cambiado mi fama por la gloria que sólo es dable a los matadores de toros”, en
palabras de Ortega y Gasset. Otros quisieron ser toreros aunque “antes que
poeta me hubiera gustado ser un buen banderillero”, comentó sin ningún rubor
Manuel Machado.
En
España hemos pasado de la exaltación generalizada de la tauromaquia a la
crítica destructiva de unos pocos, aunque muy ruidosos. Estos, con un afán
reivindicativo contra el que dicen maltrato animal, afirman su oposición de
todas las maneras posibles con un mal gusto manifiesto. Nada impide que no les
guste las corridas de toros, en este caso con no acudir a los festejos taurinos
ya está. Pero no, su obsesión es prohibirlas, se ponen en contra de una
tradición milenaria. Y lo que están consiguiendo es lo contrario, que cada
corrida de toros sea una reivindicación a favor de las mismas, con cada
protesta las plazas de toros están más llenas de aficionados que van a disfrutar
de una tarde de toros para disfrutar del arte de toreros como El Juli, Cayetano
o Fran Rivera, Manzanares, José Tomás, Enrique Ponce, … Cada pase, una ovación.
Y
a veces, en ese desafío, viene la muerte a la tarde y se lleva a un torero como
Manolete, Paquirri ó, recientemente, Fandiño, que corren la misma suerte que el
toro y se convierten en inmortales. Y con ellos se van faenas memorables que ya
quedarán para el recuerdo, el arte de torear y la exaltación de la fiesta.
Este artículo ha sido escrito con anterioridad en mi columna del periódico Alicante Press, en el siguiente enlace
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