Desde un lugar del Mediterráneo,
junto a unos geranios en flor, el mar y un velero en el horizonte, el rumor de
las olas cuando acarician la orilla con su espuma, en una hamaca con un libro
en las manos y la imaginación corriendo por la mente.
Sonríe. Mientras lee recuerda
una escena familiar. Entre sus manos tiene la novela “La sonrisa etrusca” de
José Luís Sampedro. En un momento de la narración un hombre mayor, ya entrado
en años, con toda una vida hecha, conoce a su nieto de 13 meses por
primera vez. Su hijo se disculpa por no haberle puesto su nombre a su primer
hijo: “Perdone, padre; ya sé que al primero se le pone el nombre del abuelo y
yo quería Salvatore, como usted; pero Andrea tuvo la idea y se empeñó el
padrino, mi compañero Renzo, porque Bruno es más serio, más firme, … Perdone,
lo siento”.
Cuando lee esta escena
recuerda un momento familiar similar. Cuando tuvo su primer hijo su padre,
abuelo paterno del niño, quiso que lo llamara Pascual, como él; y su suegro, abuelo
materno, Pepe, como su nombre. Complacer a los dos era imposible. Barajaron
varios nombres y, al final, su mujer y él le pusieron Carlos. Pero se quedaron con
cierta preocupación pensando cómo reaccionarían su padre y su suegro cuando se
enterasen.
Volviendo a la novela de Sampedro,
este sigue narrando su escena cuando Salvatore contesta a su hijo. “¡Qué
sentir ni qué perdón. ¡Pero si estoy gozando; le habéis puesto mi nombre!. Tú
tenías que saberlo, Renato, que los partisanos me llamaban Bruno. ¡Salvatore me
lo pusieron, quien fuera; Bruno me lo hice yo, es mío …”.
La escena de esta novela se
repitió en casa de Carlos. Cuando a Pascual le dijeron que su nieto se iba a
llamar Carlos puso cara de sorpresa y dijo: “¡Pero si le habéis puesto mi
nombre … ¡ Yo me llamo Pascual Manuel Carlos María … “ Y Pepe manifestó: “¡Y
también el mío!. Aunque todos me llaman Pepe, mi verdadero nombre es José
Carlos”. Y se zanjó el tema con unas sonrisas y algunas anécdotas de la
infancia de cada uno.
Este recuerdo le viene a la
memoria un domingo de resurrección, relajado, mirando al mar desde una atalaya
privilegiada, en un rincón que a su padre le encantaba estar y desde el que
dedicaba largas horas de lectura desde su tumbona con un libro entre sus manos
y miradas furtivas a ese azul del mar que llamaba su atención de vez en cuando.
Un recuerdo de su padre en un día tan especial en el que muchas cosas resucitan
de nuevo, con esta mirada a un pasado no muy lejano. Y un velero en el horizonte
con todas sus velas desplegadas que se recorta sobre el azul del cielo y del
mar.
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