Callejeando por el "Barrio" de Alicante, a las faldas del castillo Santa Bárbara, la parte más antigua de la ciudad. Camino de la plaza Quijano. Calles tranquilas que no hace muchos años eran protagonistas de prostitución o la venta de drogas. Desde el Plan RACHA (Plan de Rehabilitación y Arquitectura del Centro Histórico de Alicante) por el que rehabilitaron muchos edificios, se construyeron viviendas sociales, se adaptaron nobles inmuebles en oficinas municipales, se hicieron residencias de estudiantes, este barrio cambió totalmente.
Vecinos que tanto reivindicaron cambios sociales y urbanos en su Barrio, se aliaron con los nuevos vecinos que querían vivir en una zona tranquila y limpia, para presionar a las autoridades municipales, quienes les habían prometido implicarse en estos cambios que parecían que nunca llegaban. Y unos con otros, lo consiguieron.
Hoy este Barrio es otro, aunque los que conocimos aquél, caminar por sus calles aún nos produce mucho respeto con la cautela de no de ser atracado por un delincuente que necesita tu dinero para su droga o para llevarse un trozo de pan a la boca. Pero ya no es como antes y, me dicen que salvo las partes altas del barrio, eso ya no ocurre y es seguro caminar por sus callejuelas, sus plazoletas y las terrazas de sus bares.
Visito el Patronato de Cultura de Alicante, en la plaza Quijano, en el corazón del Barrio. Entre libros. En las lejas, libros editados por el Ayuntamiento expuestos para la venta. Algunos de estos libros están colocados en una mesa. Todos estamos allí con mascarilla por el coronavirus, de forma preventiva para evitar contagios. Con distancia de seguridad, nade puede acercarse al otro, nada de dirigir la palabra al contrario a menos de dos metros de distancia, que las precauciones tienen que ser todas. No falta ninguna en este organismo municipal, que no se diga, hay que dar ejemplo.
Un hombre entra en la sala. Alto,
cargado de años, la cara arrugada, con sombrero, traje y zapatos negros, camisa
blanca y una corbata estrecha y totalmente recta. Da los buenos días a las dos
funcionarias que hay en la entrada. Hasta tres veces porque antes no le
devuelven el saludo. Murmura, parece que dice entre dientes "falta de educación",
o algo que se le parece.
Coge un libro que narra el origen
y evolución del escudo de Alicante. Quiere comprarlo pero le dicen en recepción
que no puede ser, que no aceptan dinero por el covid-19. Se queja. No tiene
tarjeta de crédito. Le dicen que con tarjeta tampoco se puede pagar. También
por el covid-19. ¿Y entonces?. Dicen que
tienen que darle una carta de pago, ir al banco, pagarlo, con el justificante de
pago volver a este organismo público, entregarlo y recibirá el libro. Pregunta
su precio. ¡¡ 6 euros ¡!. Se enfada.
-
¿Por seis euros quieren que haga todo eso?, manifiesta
indignado.
-
Son las normas, le dicen.
-
Y un cuerno, contesta airado. Seguro que el
concejal lo regala a sus amigos.
Queda todo en silencio. Al rato,
cuando todo está en calma, una funcionaria le pregunta su nombre.
-
¿Para qué lo quiere?, dice el anciano.
-
Para hablar con el jefe de gabinete del
concejal y decirle que usted está aquí y que desea comprar ese libro.
- ¿Los concejales tienen jefe de gabinete?. No
tiene respuesta. Dice su nombre, rimbombante con dos apellidos compuestos, muy
sonoros.
Al rato la funcionaria lo avisa, casi en un murmullo, sin querer llamar la atención. Se acerca a la recepción.
Una voz femenina le dice que el concejal ha dicho que le regalan el libro, que
no se preocupe.
-
Ya lo decía yo, dice a viva voz - para
sorpresa de la funcionaria y de los presentes -, cuando quieren, no se cumplen
las normas.
Le dan el libro, bien
envuelto en un papel con el nombre de la concejalía de Cultura. Lo manosea, se
lo coloca bajo el brazo y saluda elevando la mano derecha. Se marcha balbuceando unas palabras ilegibles.
Fuera, las calles del barrio
casi están desiertas. A esta hora del mediodía debería haber transeúntes,
turistas y parroquianos dando vida al paseo, las terrazas de los bares y
restaurantes deberían de tener gente tomando el aperitivo, debería haber tránsito
de los camiones o furgonetas de reparto con refrescos o barriles de cerveza, y mercaderías
para reponer en los establecimientos comerciales. Sin embargo, el miedo al covid-19
mantiene las calles casi desiertas.
Le sigo, vamos en la misma
dirección. Me pica la curiosidad su manera de expresarse, sus modales, su forma
de hablar, incluso su arrogancia. Camina despacio, y detrás de él voy mirando
fachadas, balcones y ventanas con marquesinas. Nada parece que se altere ni
detrás de las cortinas ni delante en la calle.
En una cafetería soleada con
mesas en la calle, se sienta el anciano del traje. Llama al camarero que antes
de acercarse y atenderle, le mira con asombro, pensando para sí de dónde ha
salido semejante personaje. Después de varios requerimientos, el camarero se
acerca y le pregunta que quiere tomar.
-
Una cerveza bien fría
-
¿Tercio o caña?
-
Una jarra, caballero
-
¿De medio litro?, le dice el camarero con cierta
sorna
- De medio litro, le contesta el anciano con
arrogancia. ¿O cree que no soy capaz?, ¿pero que años cree que tengo?
No tiene respuesta. El
camarero vuelve con una jarra de medio litro y un platito de patatas fritas.
-
De acompañamiento, le dice
-
Yo no se lo he pedido
-
Va todo junto
-
Ya estamos, subiendo el precio de la caña
El camarero evita el enfrentamiento, no se da por enterado. Vuelve al interior del bar. El anciano desempaqueta el libro
y empieza a hojearlo. De vez en cuando deja de pasar hojas y se detiene largo
rato en la página. Parece que lee. Mueve la cabeza, afirmando su interés. Al
rato, deja el libro sobre la mesa y mira hacia la calle de abajo, más
concurrida. Está quieto, observando, parece como si estuviera haciendo tiempo.
Me siento en una mesa cercana
y miro la escena. También llevo un libro que me han regalado en el Patronato de
Cultura, sin decir mi nombre. Efectivamente, con el coronavirus no se usa ni dinero en metálico, ni tarjeta de crédito.
El camarero se acerca a mi
mesa, pido una caña, me la sirven con unas aceitunas, ojeo el libro, leo
algunas líneas y observo al anciano, a la calle y a los pocos transeúntes que
van de aquí para allá realizando su faena.
Suena un fuerte vozarrón que
llana al camarero. Es el anciano, que ha sacado de su garganta una voz potente,
poderosa, reclamando atención.
-
¿Por qué le ha puesto a ese señor – me señala –
aceitunas y a mí patatas, quiere timarme?
-
Que más da una cosa u otra, le contesta el camarero
-
Mucho
-
He pensado en su dentadura, le dice en broma, las aceitunas tienen hueso
-
- De mi dentadura no se preocupe que es dura
como el mármol. ¿No tiene una respuesta seria para contestarme?
El camarero le da la callada
por respuesta, se da la vuelta y se mete de nuevo en el bar, teme conflicto y
lo quiere evitar.
-
Será grosero, dice el anciano airado, los jóvenes
no tienen educación …..
Todo sigue igual, cada uno a
lo suyo, nadie quiere complicarse la mañana con una discusión. El anciano se
toma la cerveza y las patatas y se queda tranquilo, como si hubiera sido un
calmante. Quieto, casi tieso, mirando al infinito.
La calle va tomando el pulso,
es casi la hora de comer, hay un poco más de movimiento de personas de paso y
parroquianos del lugar, el ambiente huele a comida ….
El anciano levanta la mano derecha
y la tiene alzada un buen rato hasta que el camarero se acerca.
-
La cuenta, por favor
-
Esta usted invitado
-
Por qué
-
Le henos reconocido y queremos invitarle
-
¿Re-co-no-ci-do?
-
Sabemos que es un personaje importante y
queremos invitarle, seguro que vendrá otro día con sus amigos y nos volveremos
a ver.
-
¿Importante?
El anciano se levanta despacio,
mira a su alrededor porque se siente observado, levanta su sombrero con una
mano y saluda al que estuviera mirando. Reconozco que todos. No pasa
desapercibido.
Al marcharse llamo al
camarero.
-
¿Quién es?
-
Ni idea. El cocinero dice que es un marqués
que vive por aquí cerca.
-
¿Marqués?
-
Me da igual. Prefería que se fuera antes que
se llene la terraza de gente y me la líe. No está el patio para perder
clientes habituales.
Pagué mi consumición y seguí al anciano sin motivo que lo justificara, pura curiosidad, guardando una distancia prudencial para que no se diera cuenta. Le vi llamar a una puerta de un noble edificio con un enorme blasón en la puerta. Esta se abrió y salió una mujer joven, muy elegante. Le besó en la mejilla y le preguntó dónde había ido.
-
Me han regalo un libro y me han invitado a una
gran cerveza con unas patatas fritas en un bar, uno no puede salir a la calle
sin ser descubierto …
-
Papá, no exageres, ¿ya estás imaginando quien no eres?
-
Soy lo que quiera la gente que sea, como ese
señor que me está siguiendo desde el Patronato de Cultura, seguro que se
imagina que soy un personaje pintoresco que se ha escapado de una foto en
blanco y negro, vestido con esta guisa. Hay gente para todo, hija.
El anciano me había descubierto desde el principio, no parecía molesto ni me había dicho nada, demostrando que no era tan huraño como me parecía y que yo estaba más influenciado por mi propia percepción que por la realidad. Y había adivinado mis pensamientos. Me quedé petrificado mientras el anciano entraba en su casa, que más parecía un palacio, y su hija me sonreía enseñando sus resplandecientes dientes blancos. Era preciosa y su mirada me dejó mudo, no supe que decir. Parecía que la escena se había detenido y todos formábamos parte de esa foto en blanco y negro que mostraba una escena en esta misma calle del Alicante de mediados del siglo XIX. Curioso, pero todo era igual, sólo cambiaba mi punto de vista.