Le llamó la atención por su
mirada, por su boca. Le recordaba muchas cosas vividas en su tierra. Al mirarla
le removían muchos recuerdos que creía casi olvidados.
Cerca del mar, donde las olas
acariciaban la arena de la playa. Ese mar que la vieron nacer y que un día se
despidieron de ella para emprender un largo viaje a otro mar y a otra ribera.
Su cara estaba marcada por
los años. Su piel la recorrían arrugas prolongadas que narraban una vida
difícil.
En estos pensamientos escuchó
una voz con acento de la tierra de donde procedía esta máscara, Gambia, ese
pequeño país a orillas del Atlántico. Sentado, junto a esta talla de madera que
le había atraído, que ya tenía en sus manos, que sus dedos
recorrían los ojos que tanto le habían llamado la atención, estaba él que la
miraba con admiración. Ella no sabía por qué.
“¡Eres tú!”, le dijo. Y ella
contestó “creo que me confundes con otra persona”. El, Lamín, que así se llama, le
dijo que le recordaba mucho a una persona que conoció cuando era niño. Y le
contó su historia, una historia real que le conmovió.
Cuando Lamín era niño vivía
en un poblado cercano a la costa en ese país casi más pequeño que Asturias,
Gambia. Era un niño, como muchos otros, sin futuro. Un día les avisaron en el
poblado que iban a ir unas personas a visitarles. Por primera vez en su
infancia le hicieron vestirse, casi siempre iba medio desnudo por el campo
cercano a su poblado. Esas personas venían a ayudarles. “A ayudarnos ¿para qué
si teníamos de todo?. De todo lo que se puede tener en un poblado agrícola en Gambia”,
pensó Lamín entonces, aunque pasáramos hambre, aunque no sobrevivía el que
cayera enfermo, aunque casi no tenías ropa que ponernos, aunque no fuéramos a
la escuela”.
“Y apareciste tú, con tu pelo
dorado y tu mirada que dibujaba cierta inquietud. Tú y los que iban contigo os
sorprendisteis de todos los que fuimos a daros la bienvenida. Una multitud de niños y personas de todas las edades que gritaban de júbilo a vuestro
alrededor. Ya sé que dices que no eras tú pero sí alguien que se parecía mucho
a ti.”
Ella, que llegaba tarde a una
reunión, se sentó a su lado. Sentía que tenía que hacerlo, que quería conocer
la historia de Lamin.
“Estuvisteis casi un mes en
el poblado donde yo vivía con mi familia. Con vosotras trajisteis muchas cosas:
sacos de arroz, de harina, medicinas, balones de fútbol, camisetas, … Y cuando
lo repartíais era como una fiesta”.
“Con vosotras llegó la
escuela por medio de una ong canaria con la que colaborabais. Inicialmente no lo vimos con
agrado porque nos pasábamos el día correteando por el campo y haciendo lo que
queríamos. La escuela nos vistió con un uniforme, cuando casi siempre deambulábamos casi desnudos. La escuela nos dio de comer,
ya que con anterioridad muchos días no comíamos nada. La escuela nos impuso un
horario de formación al que inicialmente no estábamos acostumbrados. Pero sobre
todo la escuela nos enseñó a leer y a escribir, algo imprescindible que entonces
no le dábamos ninguna importancia”.
“Recuerdo cuando te acercabas a
nosotros y te cogíamos los dedos de tus manos. Diez niños aferrados a una
esperanza de cariño que no teníamos. Te acariciábamos y nos acariciabas. Sin
decir palabras, el contacto bastaba. Y si algún niño ó niña se quedaba sin un
dedo de cariño al que aferrase, rompía a llorar desconsolado”.
“Para mí fuiste como una
diosa que nos trajo la felicidad a nuestro poblado. Tu pelo dorado brillaba con el sol y la luz que
transmitías me mostraba que estaba delante de una persona excepcional que había dejado su
mundo de confort por conocer el mío de pobreza”.
“Aquí sentado, esperando que
alguien me compre alguna de estas máscaras que tanto tiempo me ha costado tallar, siempre que veo a una mujer rubia me recuerda aquella diosa que vino
de tan lejos para estar conmigo, con nosotros, y darnos su cariño”.
“Y nosotros le mostramos
nuestro agradecimiento con nuestro mejor regalo: nuestra sonrisa. Gracias a
personas como ella yo estoy aquí. Me escapé de aquella miseria en un calluco,
llegué a una de las islas de Canarias que ahora no recuerdo su nombre y, después
de mucho tiempo, conseguí la tarjeta de residencia española. Y ahora escribo y
hablo en tu idioma y vivo de la venta de estas tallas de madera en las que
esculpo los gestos de las miradas de mi tierra, a la que nunca olvidaré y a la
que volveré algún día”.
Ella dejó sólo a Lamín, eso
sí con una enorme sonrisa dibujada en su cara. Se llevó la talla de madera que
le había llamado la atención desde el principio. Y ha vuelto al puesto de Lamín
poco después a escuchar sus historias y recuerdos de la infancia en Gambia,
porque Lamín le transmite algo más que anécdotas de un tiempo pasado, además de que se
siente a gusto con él. Y Lamin, aunque no lo dice, quiere pensar que esta rubia es
descendiente de aquella que le pareció una diosa cuando la vio por primera vez.
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