Después de varios preparativos, un grupo de amigos decidimos salir al campo y hacer una comida al aire libre. Después de convencer a los más reacios. Después de alabar lo bueno del contacto directo con la naturaleza, del disfrute de los niños, y de los no tan niños, bajo los árboles, sorteando bancales, corriendo caminos, … Después de todo esto, la borrasca que entró por Galicia y parecía que pasaba de largo por nuestra provincia (de Alicante) ha encapotado los cielos. Y no es que no me guste la lluvia, que me encanta. Pero lo que pudo ser una comida campestre se ha truncado este mediodía en un fuerte aguacero. Además, el frío. Gotas de agua que nos helaban las manos. Si no fuese por los niños pequeños, tampoco hubiera sido tan grave. Particularmente, me gusta el campo cuando llueve. La tierra mojada, el olor que se escapa de sus entrañas, la luz gris y misteriosa, el ruido de las gotas al golpear el impermeable, …
Aunque a veces viene bien el dicho de “no hay mal que por bien no venga” porque hemos terminado comiendo y disfrutando de un arroz con costra en el Restaurante Trestellador, en Benimantell.
Por la tarde, acompañamos a uno de nuestros amigos a Beniardá, donde había dejado el coche esta mañana. Nos hemos acercado, algunos, al área recreativa de este pueblo. Menos mal que sólo algunos porque al llegar ha empezado a llover con ganas. No nos ha impedido disfrutar de los colores de otoño. Pinceladas de colores que hoy, más que nunca, doraban el cielo y las montañas. Hoy más que nunca brillaban con las gotas de lluvia en sus hojas. Hoy más que nunca escalaban los troncos, aferrándose a su efímero presente. Hoy más que nunca nos hacían compañía, nos abrazaban entre sus ramas, nos acariciaban con sus colores. Hoy más que nunca, … amarillo, naranja, dorado.
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