Siempre son tristes las despedidas. Siempre, llegan en un momento inesperado. Siempre producen un espacio difícil de llenar. El Capitán Antón ha vuelto a su casa, el mar. O la mar, como le he oído decir en reiteradas ocasiones. Un personaje peculiar, culto, amigo de sus amigos, servicial y … misterioso. Egoísta con su intimidad. Enemigo de pasar a la posteridad con una foto. Durante los días que salimos a la mar con nuestras familias, con amigos, nunca permitió que le hiciéramos una foto. Tampoco que se la hiciéramos a su barco. Podíamos hablar de él, pero nunca retratarle. Y nos lo decía con una enorme sonrisa, que llegó a parecernos normal. Por esto, no tenemos una foto suya, pero sí el recuerdo de su voz, de sus artes expertas en la pesca, de sus conocimientos marineros, de su cultura literaria, … Tenemos el recuerdo de sus manos, un océano de ondulaciones como olas hay en la mar. Arañadas por las cicatrices producidas por anzuelos que se clavaron en su piel. Quemadas por el roce de las cuerdas y del sol. Grandes y musculosas para amarrar bien los cabos, para sostener fuertemente el timón ante fuertes mareas. Y en una de estas, sin avisar, volverá a este puerto y a esta ciudad donde se ha sentido tan a gusto. En este mar ó en aquella orilla nos volveremos a ver.
Antes de partir quiso ir al santuario de la Santa Faz como acción de gracias por su suerte y a venerar el lienzo de la faz divina que allí se guarda. Estuvo aquí antes, en otra ocasión. Con la marinería del Buque Escuela español Juan Sebastián Elcano, donde aprendió a navegar.
Visitamos el camarín donde se guarda el lienzo con la cara de Jesús. Tiene planta exagonal y se accede a él por una puerta adintelada cerca de la sacristía y de la iglesia. Lo cubre una bóveda sexpartita apoyada sobre muros. En sus ángulos se fingen pilastras cuyos fustes se decoran con colgaduras de flores y frutos. El punto de unión entre la bóveda y el muro se decora con un entablamento corrido, que no apoya sobre las pilastras, cuyo capitel se sitúa más abajo y ocupa el espacio entre ambos una decoración formada por una placa vegetal con cabezas de ángeles-niños. Los lados del conjunto presentan un zócalo pintado imitando mármoles de colores. El resto de las paredes lo ocupan los lienzos de Juan Conchillos, pintor valenciano asentado en Alicante, representando los milagros de la imagen, salvo el que aparecen retratados los Concejiles, de rodillas, venerando la faz divina. La bóveda está divida en seis partes, con pinturas del mismo autor.
Aunque se perdieron los fondos documentales del s. XVII, el Cronista Viravens afirmó que el camarín fue construido por el escultor José Vilanova y el decorador Juan Valero, terminándolo en 1680. Inmaculada Vidal, en su tesis doctoral, afirma que se inició su construcción en 1677, apoyándose en la inscripción que dice “ se empesó esta obra siendo justicia Thomás Salafranca, G. Dr. Llanos y Soler, Jaime Pareja, Dr. Juanç Bautista Canicia de Tranquis, racional, y Dor Victoriano Tredós y Pasqual, secretario, 1677” (1).
En el camarín, un silencio que sobrecoge. En un instante, a la velocidad del rayo que brilla en una tormenta, el Capitán Antón de dejó caer sobre el reclinatorio que hay bajo la cúpula. De rodillas rezó a Dios y pidió “protección de la Reina de los mares y madre nuestra la Virgen del Carmen, madre de nuestro Señor”. Después de un momento, siguió diciendo “ … verán al Hijo del hombre que llega entre nubes, con gran poder y gloria. Y en este momento enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos a los cuatro vientos, desde un extremo de la tierra al extremo del cielo (1). … El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (2).
En la nave principal, junto a un exvoto, una reproducción de la nao Victoria que, en 1944, la Armada Española regaló al Monasterio para conmemorar una promesa de Juan Sebastián Elcano (contado en este blog en http://sosegaos.blogspot.com/2009/11/promesa-legado-y-exvoto-de-juan.html). El Capitán Antón se recogió tanto que parecía que dormía. Aunque sus labios se movían, sus manos se agarraban al banco como si lo estuviera haciendo sobre la borda de su velero. Recogidos, en silencio, oímos nuestros miedos, nos remordían nuestras inquietudes. Un silbido se colaba por nuestros oídos. Podía ser el viento de la calle que se colaba por una ventana aunque quise creer que era la brisa marina que empujaba el velero mar adentro. Con esta brisa y las olas que me mojaban la cara, llegué a puerto.
En la plaza del caserío que rodea el Monasterio nos refugiamos del fuerte sol bajo una sombrilla. En la terraza de la Cervecería Miraflores. Tomamos un refresco. Sorprendentemente el Capitán Antón estaba mudo, con la mirada distraída. Quizá la partida. Quizá la marcha, los nuevos horizontes, las nuevas aventuras que le esperan mar adentro. Quizá ciertas ganas de quedarse y de echar raíces. Quizá tantas cosas que pasaban por su mente con la decisión ya tomada de partir. Pasaron largos minutos hasta que empezó a hablar sin parar, como lo había hecho en otras ocasiones. No callaba nada y opinaba de todo.
No quería despedirse sin salir a la mar con nosotros por última vez. Y lo hicimos por la bahía de Alicante y por la playa de San Juan. Una gran elección. Con un extraordinario atardecer. Las velas izadas. Las cañas echadas. Pescando las últimas palabras que nos regalaba su voz.
Fuentes:
(1) Artículo sobre el Camarín de la Iglesia del Monasterio de la Santa Faz escrito por Rafael Navarro Mallebrera
Cronista Viravens
(2) Mc, 13, 26-27
(3) Mc, 13,31
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