viernes, 16 de octubre de 2009

pueblo y castillo de Villora

 

Villora es un pueblo de la Serranía Baja de Cuenca. De casas apiñadas alrededor de su iglesia y de su castillo. Casas bajas, de teja árabe y blancas paredes.

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Los primeros pobladores de este pueblo se instalaron más cerca del río que pasa a un kilómetro de la población. Más tarde, desde que se levantó el castillo sobre un promontorio, se trasladaron a sus alrededores en busca de su protección ante posibles invasores. Porque por esta población han pasado todas las culturas que conocemos asentaron sus raíces en la Península Ibérica. Por su situación, por tener abundante agua de los ríos Cabriel y San Martín que pasan cerca del pueblo, por las bondades de esta tierra.

Caminamos por las calles de Villora. Unos ancianos nos observan desde el Hogar del Pensionista. Alrededor de una mesa, juegan al julepe, un juego de cartas. El tiempo se desliza por sus dedos entre mano y mano del juego. No tienen prisa. Ya pasaron sus preocupaciones cuando no llovía y se secaban sus vides ó sus olivos. O cuando llovía demasiado y el agua lo arrastraba todo a su paso. Ya se han olvidado de las esperas del parto de la Marcelina, la cabra que más cabritos paría de todo el rebaño. Ya no les preocupa ni el lobo, ni el zorro, que se comía sus gallinas, en las noches de luna cuando persistía la sequía y bajaban de la montaña en busca de comida. Ya el tiempo no corre de igual manera que a los jóvenes. Y son las cartas las que les aferra a la vida cuando se reúnen con sus amigos. Son las cartas, y la tertulia que les acompaña, la que marca los minutos y las horas de su estar cotidiano.

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El sonido de nuestros pasos los interrumpe otro. De las aguas saltarinas de una fuente de varios caños. De ella parte un riachuelo rectilíneo entre baldosas. Hasta el antiguo lavadero donde las mujeres lavaban la ropa entre cánticos, junto con las manifestaciones de sus preocupaciones cotidianas. Agua de manantial, cristalina, donde las jovencitas se miran en el espejo de sus aguas quietas antes de una cita.

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En las calles de abajo, como en las de arriba, las puertas de las casas marcan la personalidad de sus habitantes. Unas estrechas, otras anchas. Unas elaboradas, otras sencillas. Pero todas ellas abren las casas de sus moradores al visitante. Habitantes de Villora, hospitalarios donde los haya. Antonio, un hombre alargado y flaco, nos llama sentado desde su hamaca situada a la entrada de su casa. Nos pregunta de dónde somos y entablamos conversación. Antes de irnos nos da un folleto, sin pedirlo, con el plano del pueblo, su historia y las particularidades de su entorno. Muy interesante. Calles arriba nos encontramos con Manuel, que está dando un paseo con Maruja, su mujer. Nos saluda con una larga sonrisa. Del bolsillo de su camisa se le escapa el mismo folleto de Villora que nos ha dado Antonio. Nos comenta pocas cosas del lugar pero que nos son de gran valor.

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Seguimos subiendo camino del castillo. Nos encontramos, antes, con la iglesia. Nos sorprenden sus gruesos muros, sus ventanas románicas y el techado de la entrada para acoger a los fieles los días fríos y lluviosos, también los días calurosos. Es la iglesia parroquial de la Asunción, de los s. XVI-XVIII.

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Subimos al castillo por una escarpada cuesta. Cuando pasamos bajo un gran arco y entramos en la fortaleza oímos los vítores de quienes nos reciben, aquellos aguerridos soldados que lucharon contra el infiel, aquellos que dieron su vida por su señor, su Rey, contra los moros. Aquellos que contribuyeron con su sangre a crear la nación española de hoy. En la plaza del castillo, banderas y blasones ondearon al viento. Desde sus almenas sus mujeres les deseaban la mejor de las suertes cuando salían al campo de batalla a defender sus ideales, a proteger el porvenir de sus hijos.

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Desde este castillo que fue árabe, después cristiano, sale una calle estrecha hacia el monte que pronto cambia el asfalto de su suelo por la tierra de la montaña. Vamos en dirección del sendero PR-CU 55, un sendero circular que sale y vuelve a Villora. Después de unos metros por una pista forestal, aparcamos el coche. A la derecha, una pronunciada cuesta. Entre pinos y carrascas. Destacan en el camino las ruinas de una caseta y su establo. Son los restos donde antaño guardaban en invierno los rebaños cuando los pastores tenían que pasar la noche en la montaña. Más adelante, el mirador de las Hoces de San Martín, río del mismo nombre el que vemos abajo correr por una vaguada. Río que se tuerce, se quiebra, se dobla, en su hoz. Río que alimenta a jóvenes chopos en sus orillas. Desde el mirador vemos el Puente del Imposible, viaducto de diez ojos ó arcos de medio punto. Construido en el siglo XX, forma parte de la línea férrea Valencia-Aranjuez.

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A la vuelta vamos a la playeta del río Cabriel y su área recreativa, cerca de Villora. Sus aguas nos refrescan. Pero, cuidado. Están heladas. En las orillas del río, libélulas y mariposas revolotean sobre las flores y arbustos. En el hotel El Lagar del Cabriel, del que ya os he hablado en este blog, nos espera una exquisita comida de la tierra para, después del sosiego de la siesta, darnos un baño en la piscina con chorros de su spa.

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web del Ayuntamiento de Villora: www.villora.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinaria relato. Te encuentro desde Facebook. Saludos.

Anónimo dijo...

Me ha encantado esta narrativa. Una villorera enamorada de este pueblito

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