Desde que la vio corretear por un prado verde, amplio y espacioso. Desde que la vio recorrer el valle a gran velocidad. Desde que supo que era un regalo que le hacía su abuelo, se enamoró enseguida de ella. Alta, robusta, veloz, de un blanco casi inmaculado. Ventorrilla era su nombre. Una yegua, un caballo andaluz. Lo que pudo ser una simple diversión, se convirtió en una de sus razones de vivir. Del presente y del futuro. No lo podía saber entonces, pero Ventorrilla fue el principio de una gran aventura. Porque Ramón aprendió a montar a caballo con ella y a amar este mundo desde joven. Con Ventorilla empezó a soñar en recorrer kilómetros por alargadas veredas, por escarpados barrancos, por largos y polvorientos caminos, hasta convertir este sueño en realidad. Con Ventorrilla se le ocurrió una idea e hizo una empresa: una yeguada. Consiguió buenos sementales y, con la cría y sus cuidados, que su hierro adquiriese fama mundial. Pero Ramón no tenía suficiente porque su máximo disfrute era cabalgar y disfrutar con las peripecias de los caballos. No le bastó criar los mejores ejemplares, ni domar los más inquietos, sino que necesitaba enseñar las bondades de esta raza caballar y montó una hípica para acercar el caballo a los niños con minusvalías. También organizó un espectáculo ecuestre para una asociación benéfica y se le ocurrió otra idea: que ese espectáculo recorriera pueblos y ciudades por España, por Europa y por el mundo. Siendo él quien domara el caballo y su mujer quien los bailara.
¡Mamá, mira como bailan los caballos andaluces! oyó como gritaba una niña desde la grada una tarde de domingo. Y este es el título que le puso al espectáculo, sea domando un caballo negro tizón, uno marrón ó uno blanco.
Merece la pena dedicarle unos minutos y ver ¡cómo bailan los caballos andaluces!, cómo trotan, cómo galopan, cómo saltan, cómo brincan, ... Es un verdadero espectáculo.
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