Hay nombres que contienen leyendas. Palabras antiguas que, al pronunciarlas, traen consigo ecos de historias que cruzan siglos y continentes. Arion es uno de esos nombres.
En la mitología griega, Arion
fue un poeta y músico de Lesbos reconocido por su extraordinario talento como
cantante y virtuoso de la lira, cuya voz encantaba a todos, incluso a las
criaturas del mar.
Cuentan que, tras ganar un
concurso de canto, cuando Arion quiso regresar a Corintio fue traicionado por
marineros que quisieron robarle su premio. Cuando se propusieron arrojarlo al
mar, Arion les solicitó un último deseo: cantar una canción con su lira en la
popa del barco donde estaba embarcado dedicada al dios Apolo (uno de los dioses más importantes de la mitología griega, conocido como el dios de la luz, la música, la poesía, la medicina y la profecía). Después lo
lanzaron al mar. Pero Arion no se hundió. Su canto había sido tan hermoso, tan
puro, que un delfín lo rescató, llevándolo a salvo hasta la costa del
Peloponeso. El mar, que tantas veces es testigo de despedidas, se convirtió
entonces en refugio y salvación.
Arion es, por tanto, símbolo del arte que trasciende, del alma que no se ahoga, de la belleza que conmueve incluso al océano.
Arion también es el nombre de un velero al recoger en una palabra las dos principales aficiones de su armador: el bel canto y la música clásica; y navegar (a vela) por el mar. Un velero de verdad. El de un amigo que partió para su eterna travesía. Un hombre que vivía el mar como lo hacía el poeta: con pasión, con entrega, con respeto. Su velero, Arion, fue testigo de travesías, regatas, preciosos atardeceres, amistades forjadas en cubierta, silencios compartidos con el horizonte.
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