domingo, 4 de enero de 2009

llueve, cuando llueve

Llueve,
cuando llueve.
Cuando ríe el cielo.
Cuando su azul se puebla de nubes.
Cuando sus nubes se desprenden de brillantes.
Cuando los brillantes son gotitas de agua.
Cuando las gotitas … se convierten en colores.
Porque los colores … son los del arco iris.
En un día lluvioso como este salimos a la calle. Una calle desierta, donde algunos transeúntes como nosotros nos refugiamos bajos nuestros paraguas. Las gotas escriben su música al tropezar con la tela. Aprieta. El paraguas, el chubasquero, los zapatos, se empapan. Y cuando las casas se esconden detrás de la lluvia. Cuando los balcones y las ventanas se difuminan tras las gotas, decidimos refugiarnos bajo cuatro paredes.



En un rincón de la calle Mayor esquina calle de Muñoz, en Alicante. Bajo unas vigas de madera y unas paredes color pastel. Mesas con mantel, limpio, inmaculado. Olores y sabores de Italia. Mucho apetito. Pan (focaccia). Calamar con tomate. Macarrones con jamón ibérico (rigatoni alla carbonar). Espaguetis con anchoas. Pizza con mozzarela y tomate. Vainilla con chocolate (fondete al cioccolato). Y vino tinto de aquella tierra (vini di Puglia, de la uva trebbiano). En el Ristorante Pizzería l´ Spiga. Un lugar para volver.





En sus ventanas, la lluvia ha dejado sus huellas con sus gotas de agua. Desde sus ventanas, arcos ojivales del Hotel Amérigo ven pasar el tiempo. Mientras, las aceras se han limpiado de semanas de polvo y polución. Mientras, las calles empiezan a recobrar vida. Mientras el sol ha recuperado un poco más de protagonismo al filtrarse entre las grises nubes.


Un italiano, Paolo, casado con una mujer española, comensal como nosotros, manifiesta que en Alicante llueve mucho. No es verdad. Aunque le ha sorprendido la lluvia en esta ciudad en sus vacaciones navideñas. Pero es noticia cuando llueve, aunque no debería serlo. Y lo es porque nos gustaría que lloviese más. Nos gustaría que lloviese mucho. Y nos gusta que llueva, porque llueve poco.

Salimos a la calle. Como ya no llueve, nuestro paseo es más largo. El reloj de la torre del Ayuntamiento marca las 16,30 h. El castillo Santa Bárbara le ha ganado la batalla a la neblina y sigue ahí, en su atalaya, oteando el horizonte del nuevo año recién estrenado. La Plaza Abad Penalva. La Rambla, Castaños, la Plaza Nueva, la Montañeta, la Plaza de los Luceros, la Avenida de la Estación, han renacido. Y se han poblado de personas que caminan por sus aceras. Estas, que han recuperado su color, el color con que les bautizó el alfarero que les creó. Son espejos de las fachadas que nos flanquean. Mientras caminamos observamos la transformación de la ciudad en su centro urbano. De los orgullosos miradores planos y con adornos, algunos al borde de la piqueta, a los balcones redondeados. De las casas bajas, a los medianos rascacielos. De las calles estrechas, a las grandes avenidas.













Y aunque está previsto que bajen las temperaturas y que siga lloviendo, llegamos a la hora de la merienda sin lluvia pero con algo más de frío. Una degustación de magdalenas de Elda (con miel), de Monovar (con un mayor toque de aceite), de Mutxamiel (más azucaradas) y de Alicante (un poco más secas) cierran la tarde. Entre migas de bizcocho y un tazón de chocolate. Pensando ya en el próximo día lluvioso. Porque la lluvia me encanta. Porque me susurra al oído buenas sensaciones. Me cautiva la mirada, me refresca las ideas. Y me gusta vivirla en la calle, con el olor a tierra mojada.

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