domingo, 5 de agosto de 2012

una regata, la niña y el delfín


Salir a navegar es uno de esos placeres de los que no te cansas nunca. La brisa marina que se cuela por la bocana del puerto antes de izar las velas y que anuncia un gran día de navegación. La insignia española flameando al horizonte indicando la intensidad y la dirección del viento desde que el velero se asoma a la bahía. La tripulación atenta y dispuesta para navegar y hacer de este un día inolvidable.


 Hoy (por el 7 de julio) hay concentración de veleros en la bahía de Alicante. Se disputa el Trofeo Tabarca Ciudad de Alicante 2012. Diversas esloras competirán por su mejor posición en la Clasificación general. Un espectáculo de ambición deportiva, de compañerismo, de camaradería tan necesaria en el mar.

Un buen escenario para ver qué es el trabajo en equipo es participar de una regata donde la competición hace necesaria la compenetración y asignación de tareas por cada miembro de la tripulación.

Sin embargo estas líneas no pretenden ser el relato de esta regata que para esto ya hubo aficionados más entendidos que yo (1), sino la expresión de mis sensaciones a bordo del Peggy. Porque una regata desde lejos es un espectáculo, pero desde la cubierta de uno de los veleros protagonistas es una oportunidad de vivir una gran experiencia marinera y de compañerismo.


Entre amigos, como invitado, formé parte de esta tripulación. Pero más que cabos, escotas ó velas, entre mis manos llevaba la cámara de fotos para inmortalizar detalles de la regata, momentos que quiero compartir y guardar en la memoria. Porque cada año es diferente.

Dentro de la misma competición, compartiendo estrategias, bordos, travesías de través y de empopada, ciñiendo, cambiando velas, la competición deja tiempo para otras cosas donde la palabra, incluso la reflexión, forma parte de los minutos que devora la mañana en cada milla. 


Y entre esas, recibiendo el viento de través, el velero ligeramente escorado, me parece ver cómo el mar burbujea cerca del casco y pienso que es un banco de peces o de delfines. Mirando y queriendo saber qué puede ser recuerdo una bella anécdota de Arturo Pérez Reverte que contó en uno de esos artículos dominicales que tanto llenan durante la tarde de un domingo de invierno. En concreto aquél artículo que tituló “La niña y el delfín” en donde contaba con sus mismas palabras “ … navegando a motor y con las velas aferradas, en un Mediterráneo azul cobalto y limpio de toda nube. Una manada de quince o veinte delfines rodeó el barco. Paré el motor y quedamos al pairo en la mar tranquila, entre tan simpáticos vecinos. Se encontraba a popa una niña de diez años, tostada de agua y sol; una niña intrépida y hecha a todo eso, (…). De pronto oímos una zambullida: la niña se había puesto unas gafas de buceo, tirándose al agua para estar cerca de los delfines. Consideren el sobresalto del padre, a quien faltó tiempo para largar la escala y tirarse detrás. Y ahora imaginen el mar desde dentro, azul inmenso y oscureciéndose en profundidad, con los delfines en torno al casco del velero inmóvil. Y a popa, sumergida cosa de un metro y agarrada con una mano a la escala, la niña desnuda en el agua luminosa, mientras los delfines pasaban rozándola. Entonces, un ejemplar muy jovencito que nadaba junto a su madre se aproximó a la niña, observándola con curiosidad hasta quedar casi inmóvil ante ella; sólo agitaba suavemente la cola y las aletas, con esa sonrisa peculiar e indeleble que todos llevan impresa. El delfín y la niña se miraron así durante un rato, incluso después de que ésta sacase la cabeza del agua para respirar y se sumergiera de nuevo. Al fin la niña alargó despacio una mano, acariciándole el hocico. Y mientras el padre de la niña nadaba, cauto, manteniéndose a distancia pero atento a la escena, la madre del pequeño delfín también estaba detrás, junto a la cola de éste, sin intervenir, vigilando a su cachorro. Excuso decir que la niña tiene hoy veintitrés años y mataría por un delfín. Y su padre también”. Muchas veces Arturo Pérez Reverte ha narrado sus experiencias cerca de este noble animal como testigo de sus travesías y si para Arturo es un espectáculo verlos nadar libres junto al velero, cruzando la roda del barco, y mirándonos con esa mirada simpática, para mi también lo es. Quise compartir estas sensaciones con compañeros de la tripulación pero tuve que hacerlo después porque la vida a bordo ralentizada hasta ese momento se volvió frenética por cambiar rumbo y velas.


Por estribor, la Isla de Tabarca, entrando el viento por la popa, con las velas orejas de burro y el spinaker, dejando llenar su trapo con el viento, no todo lo intenso que nos hubiese gustado. Pero ver la Isla desde esta perspectiva también tiene su atractivo, además de disfrutar de la competición y seguir navegando. Si es un espectáculo desde la cubierta de un velero en medio del mar, también lo es desde tierra desde donde se ven las velas infladas por el viento un velero detrás de otro intentando cazar más viento que su contrincante.



De través, ante la mirada atenta del Cabo y Faro de Santa Pola y algunos bañistas, la regata se acaba. La boya del Butano es el principio del fin. De esta regata porque habrá otras, con otros vientos, competición y camaradería.  

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