Cuando salgo a navegar quisiera que la brisa marina se llevara para siempre todos los problemas, a todos los especuladores, a los sin razón, egoístas y vengativos. Pero como por desgracia esto no puede ser, al menos volveremos con la mente más clara. Porque el mar tanto nos dio y tanto nos da. Disfrutándolo hoy como tripulantes invitados del Cuscanelles, gracias a la hospitalidad de su Capitán.
Si desde tierra muchos rincones de la costa son bellos parajes, desde el mar aún lo son más. El tiempo y las inclemencias climatológicas los han ido moldeando, dibujándole calas y bellos rincones donde disfrutar de un baño relajante lejos de las aglomeraciones de las playas.
Desde cubierta nuestros hijos, nosotros mismos, nos dejamos zambullir en las aguas cristalinas. Pequeños pececillos de colores se deslizan entre las algas del fondo. Con gafas de buceo todo parece más cerca, al alcance de nuestras manos. Y sin embargo, esos pececillos, tan diminutos, nadan tan deprisa que son inalcanzables por los niños y por nosotros. No todo es lo que parece.
Sobre nuestras cabezas vuelan unas gaviotas que parecen más traviesas que hambrientas. Juegan con el viento, giran, revolotean y gritan. Finalmente, se dejan caer en picado sobre las olas. Poco después las vemos salir del mar con su presa en el pico. Certeras, con un asombrosa puntería. A lo lejos la luna, señorea el cielo azul con su presencia.
De regreso, las olas parece que acunan el casco del barco. Tumbados en la proa mi mujer y yo, acurrucados, adormilados, vemos a lo lejos las primeras lucecitas de las casas de la ciudad. El día declina. La costa se ha ido dorando con la puesta de sol.
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