Muchas veces he oído que cuando florecen los almendros, se termina el invierno y anuncian la primavera. Aunque creo que al frío aún le queda un rato, por lo que no quiero con esto alterar a mis mayores con mis manifestaciones. Y si los campos se llenan de flores porque anuncian la primavera, es una muy buena forma de avisarnos. Porque las laderas de las montañas, los barrancos, las vaguadas, los campos, el valle, se visten de blanco, de rosa, de marfil, en estos días. Agrupados ó por separado, en un risco, junto a un caserío, son pinceladas que adornan el paisaje. Son explosiones de luz y de color en tierras de secano. Y si la imaginación se enreda entre esos troncos y esas ramas, entre esas flores, en esos campos, bien viene dejarla libre a rienda suelta. Porque es un ejercicio de sosiego caminar junto a estos árboles, escuchar el rumor del viento cuando acaricia los pétalos de las flores, alargar la vista cuando estas se recortan sobre una pinada, la montaña, el castillo de Guadalest ó sobre la sonrisa adolescente de mi hija.
Antes lo hicieron otros que nos inspiran a nosotros. Antaño fueron ilustres artistas que se inspiraron en estos rincones campestres, como lo estamos haciendo ahora nosotros, para plasmarlo después en sus obras. Estas tierras se han regado con la lluvia del cielo, pero también con la tinta de la escritura ó la partitura, de la acuarela ó del óleo de los cuadros, por el sudor del artista que plasmó su inquietud en su lienzo.
Estos terruños, con sus almendros en flor, nos acogen y nos acompañan hoy mientras nosotros charlamos de nuestras cosas por estos bancales y nuestros hijos de las suyas, cuando los más menudos corretean sin cansarse monte arriba ó monte abajo.
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